Habían pasado las tres de la mañana cuando el señor Schäfer se incorporó de su cama luego de cuatro largas y tediosas horas de un sueño en vano. La frustración de un merecido descanso luego de horas y horas de trabajo se debía más que nada a la
horrible pesadilla que había tenido la noche anterior y que lo había abrumado durante el día, en su larga y demandante jornada laboral, e incluso ahora, cuando todos reposaban afablemente en sus camas descansando y reponiendo fuerzas para la jornada del día siguiente. En su sueño tan poco usual, el señor Schäfer escuchaba la voz de su difunta esposa, Amelia. En realidad, lo único que oía más que su voz era un susurro casi inaudible que Schäfer no lograba comprender. La voz parecía afable y a su vez trágica.
horrible pesadilla que había tenido la noche anterior y que lo había abrumado durante el día, en su larga y demandante jornada laboral, e incluso ahora, cuando todos reposaban afablemente en sus camas descansando y reponiendo fuerzas para la jornada del día siguiente. En su sueño tan poco usual, el señor Schäfer escuchaba la voz de su difunta esposa, Amelia. En realidad, lo único que oía más que su voz era un susurro casi inaudible que Schäfer no lograba comprender. La voz parecía afable y a su vez trágica.
"No te preocupes, Robert. Nathan estará a salvo".
Eso creyó interpretar él de modo que no comprendía el sonido inusual de aquel susurro tan estrafalario. Desesperado por entender aquel mensaje tan inquietante, se limitó a leerle los labios a su difunta esposa quien, enfundada en un vestido blanco que le cubría los pies como si flotaran en el aire, exhibía una sonrisa perfecta y angelical. Su rostro era apenas visible y transparente en un lugar desconocido con un brillo blanco enceguecedor. El señor Schäfer intentó decir algo luego de suponer que había entendido bien aquellas palabras no sonoras, pero la desesperación le fue tan abrumadora que pensó que se moriría en el sueño. Articuló los labios para replicarle algo a su esposa- en realidad era un reclamo, como un cliente que deja asentada una queja por un mal servicio- pero no hubo sonido alguno que se produjera. El señor Schäfer había sufrido mucho la partida de su esposa y a partir de entonces no había hecho más que aferrarse a su pequeño hijo de ocho años. Un año después de que Amelia falleciera, a su hijo Nathan le habían detectado un tumor letal en el cerebro, el cual, día a día, le consumía la vida al pequeño niño, atrayendo no más que la expectante muerte que montaba guardia, esperando ávidamente el momento para ejecutarlo. Schäfer trató de volver a la calma y de esforzarse por interpretar lo que su esposa le había dicho, como un mensaje de consuelo. En dondequiera que estuviese, Amelia sólo trataría de absorber aquella tragedia de la mente de su esposo, aunque no había remedio ni consuelo alguno que lo evitase. Saliendo de su ensimismamiento, el hombre corpulento y de estatura exuberante caminó hasta la ventana de su habitación y a continuación contempló las desiertas calles que se exhibían en Hannover, Alemania. Encendió un cigarrillo y lo sostuvo con dos dedos como si estuviese dispuesto a fumarlo aunque no hizo más que sujetarlo mientras éste se consumía paulatinamente. Su mirada permaneció perdida sin clavarla en un punto fijo. Hacía demasiado frío afuera aunque Schäfer temblaba sin percatarse de ese evento. Sus sombríos pensamientos eran quienes lo mantenían sedado e inmune a aquella atmósfera un tanto lúgubre. Volvió en sí como si hubiera despertado de nuevo. Cerró la ventana dejándola entreabierta y se dirigió a la habitación de Nathan. Irrumpió en ella silenciosamente cuidando que sus pasos torpes no hicieran demasiado ruido que despertara al niño. Observó a su hijo mientras éste reposaba indefensamente en su cama. Observó cómo el cabello rubio estaba todo enmarañado, seguramente por los cambios de posturas de Nathan, de un lado a otro mientras dormía. Contempló aquel ángel que descansaba pacíficamente y que ignoraba por completo lo que le estaba a punto de suceder. El señor Schäfer no pudo contener la pena y unos hilos de lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
- Mi pequeño hijo- susurró el hombre con ternura.
- Es demasiado pronto para que te vayas. Quédate, mi vida. Te lo imploro. Quédate y nunca me dejes.
- ¿Papá?
Una voz suave e inofensiva emergió de la oscuridad. Era Nathan que se había despertado al oír los sollozos de su padre.
- Aquí estoy, papá. Yo no me he ido a ninguna parte. ¿Por qué lloras?
El señor Schäfer se quedó at´nito, sin saber qué responder.
- Por nada hijito. Simplemente soñé con tu mami- respondió con dulzura.
- ¿Ella se encuentra bien, papa? ¿Qué te dijo?
- Ella se encuentra más que bien, Nate. Y me dijo que está observándote desde el cielo y que jamás, jamás dejará de amarte y de cuidarte.
- Y también cuida de ti, verdad.
El señor Schäfer sonrió apenado ante aquella voz melódica e infantil que procedía de la cama de su hijo.
- También cuida de mi, sí.
- Entonces, ¿estás llorando porque la extrañas mucho?
- Mucho, hijo.
- ¿Papá?
- Dime, hijo.
- Necesito que hagas algo por mi.
- Lo que tú me pidas, hijo.
- Hace mucho que no sueño con ella. Pero si tú la sueñas de nuevo, podrías decirle que la amo muchísimo y que voy a estudiar muchísimo para ser un arquitecto como tú y para que ella esté orgullosa de mi?
Las palabras articuladas por aquel ser tan inocente y desgraciado hicieron que el señor Schäfer abandonara la habitación de Nathan, casi como corriendo una maratón. Cerró la puerta azotándola y dejando un eco estridente detrás. El corpulento hombre, a continuación, se desplomó en el piso y acurrucado bajo el umbral de la puerta, lloró desconsoladamente el destino tan desafortunado y prematuro de su hijo.
A la mañana siguiente, el hombre había despertado muy temprano a Nathan para llevarlo a su consulta semanal con el médico que le había detectado el tumor. Tenía horribles ojeras bajo sus ojos debido a la falta de sueño y su actitud externa era la de un hombre resignado a perder. Cuando llegaron a la clínica, Schäfer le ordenó a Nathan que permaneciera afuera del consultorio y le pareció apropiado hablar primero con el médico antes de continuar con la sesión semanal.
- Por el amor de Dios, Caius. ¿No hay nada que puedas hacer?
- Robert, creo que no he sido lo suficiente claro respecto al diagnóstico de Nathan. Reafirmo lo que he dicho antes, querido amigo, y no hay nada que podamos hacer por el niño.
- Por favor. Te imploro que encuentres una medicina para salvar a mi hijo. Eres médico, no.
El señor Schäfer estaba colérico. Como hombre necio que era, no parecía que fuera a darse por vencido y dejar que su hijo le fuera arrebatado también. La furia le recorría por su blanco rostro que ahora estaba rojo aunque su aspecto no había sino empeorado debido a la ira y a lo negro de sus ojeras.
- Es lo que todos ustedes hacen, no. Jugar a ser Dioses y decidir quién es digno de seguir viviendo y quién es el merecedor de una bonita lápida.
- Por Dios santo, Robert. ¿Acaso te escuchas lo que dices?
- ¿Acaso miento?
- Robert nos conocemos desde hace muchos años. Siempre les he tenido un gran aprecio a ti y a Amelia, que Dios tenga en su gloria. Pero el diagnóstico es claro e irrefutable.
- El diagnóstico puede equivocarse, por Dios. Hazle otros análisis, indaga más sobre su enfermedad.
- Robert.
- Hazle los estudios que tengas que hacerle.
- Robert.
- Pero por favor no dejes que se vaya.
- Robert.
- ¿Es por dinero?
- ¡ROBERT! Es suficiente. Estás cruzando los límites de la estupidez.
- Te lo daré todo. Haré lo que me pidas pero salva a mi criatura por amor a Dios.
El señor Schäfer se detuvo. El desconsuelo que embargaba su rostro en pena y los perennes sollozos que emitía, le impidieron seguir articulando una palabra más. Estaba desconsolado, con la cabeza apoyada en sus manos llorando escandalosamente.
El doctor Caius Becker aguardó a que su amigo se calmara un poco y dijo:
- Robert, no hay nada más que deseara en este momento que la salud dependiera del dinero
- ¿Qué me quieres decir con eso?
- Amigo, por favor. Sé fuerte por tu hijo. Vívelo al máximo. Pasa todo el tiempo que puedas con él, juega con él y no permitas que la depresión que te embarga te haga desperdiciar esos momentos-.
Robert Schäfer parecía no dar crédito a lo que oía. Seguía obstinado diciendo incoherencias sobre cómo los médicos juegan a ser Dioses y de que investigara y le preguntara a sus colegas sobre si había alguna medicina siendo investigada en algún país capaz de combatir una enfermedad tan letal
- Robert, conozco a Nate desde que tenía un día de edad. No hay nada que me daría más gusto que poder decirte que hay una cura para tu hijo.
- ¿Pero.....?
- Mi único PERO es que entiendas que no puedes comprar la salud de Nathan.
- ¿Me pides que me dé por vencido? Eres un maldito...
- NO, ROBERT. NO TE PIDO QUE TE DES POR VENCIDO. TE PIDO QUE COMPRENDAS QUE HAY SITUACIONES QUE ESTAN FUERA DEL ALCANCE DE LA MEDICINA -.
La voz del doctor Becker había retumbado en la habitación. Schäfer lo miró fijo a los ojos, inexpresivo.
- Terminemos con esta discusión, Robert. Nate podría oírnos.
- Tú y tu maldita MEDICINA pueden irse al demonio.
- Lo lamento, Robert. Y lamento mucho tener que oírte decir todo esto. Y también lamento lo de tu...
- NO. NO TE ATREVAS A DECIR QUE LAMENTAS QUE NO PUEDAS SALVAR LA VIDA DE MI HIJO Y DEJAR QUE SE MUERA COMO LO ESTA HACIENDO.
Un silencio sepulcral emergió de la nada luego de que el eco de la voz del señor Schäfer se convirtiera en nada. La puerta se había abierto chirriando y una cabeza con pelos rubios se había asomado.
- MORIRÉ.
El niño estaba pálido bajo el umbral de la puerta entreabierta. Su semblante era tan angelical como siempre pero ahora era frío e inexpresivo.
- NATHAN. OH, DIOS MIO.
A continuación, Robert se arrodilló delante de su hijo como si esperara el perdón de una traición.
- Es por eso que llorabas, papá. Porque me voy a morir.
El niño no lloró sino que miró con tristeza a su padre como si sintiera pena por él, como si fuese él el condenado a muerte.
- ¡Nate, mi vida¡.
- Lo siento, papá.
El pequeño niño le acarició el rostro a su padre y salió corriendo tan precipitadamente que ninguno de los dos adultos eran conscientes del evento hasta cinco segundos después.
- Robert, corre. ¿Qué esperas?- le urgió el doctor Becker.
- Mi hijo. MI NIÑO.
El médico de Nathan sacudió repetidamente a su amigo aunque sin señal alguna de que éste volviera en sí. La reacción de su amigo parecía alejarse cada vez más de aquella realidad tan sórdida. Entonces, Becker dejó a su amigo tendido en el suelo y salió del consultorio corriendo en busca del pequeño fugitivo.
Afuera, las calles de Hannover estaban abarrotadas de gente. Los transeúntes se movían en todas las direcciones acaparando la visión de Becker. Este miró en todas las direcciones agachando la vista por la estatura baja de Nathan. En uno de esos arrebatos de la multitud por circular, Caius creyó ver una silueta pequeña con cabello rubio que corría en dirección al norte. Fue por esa dirección y no vio ninguna señal del niño. Corrió un poco más hacia el norte y dobló en una esquina que se conectaba justo con el cementerio. Miró de nuevo en derredor y vio al pequeño fugarse de su escondite tomando el camino que daba al cementerio.
- No entres ahí-. Gritó Becker.
Nathan había entrado.
El doctor corrió rápidamente antes de que se le escapara de vista. Pero ya era tarde. En el cementerio había decenas de pasillos laberínticos. El lugar era demasiado grande para un niño. Y también para un adulto en su búsqueda.
Siguió corriendo, desesperadamente, metiéndose por un pasillo y otro. Aunque sin éxito alguno. Tropezó varias veces con raíces que sobresalían de los árboles y su uniforme, antes blanco, estaba marrón en tierra. Siguió mirando. Pero no había rastros. Preguntó a algunos visitantes que dejaban flores en nichos y tumbas descuidadas y podridas, si habían visto a un niño con la descripción de Nathan. Nadie pareció percatarse de las movidas de un niño en un cementerio, y menos aún dado que nadie visita un lugar así para ver a un niño correr.
Agitado y sin esperanzas de encontrarlo, a Becker se le ocurrió un lugar posible donde encontrarlo. Entonces, corrió por un largo pasillo de nichos desvencijados y luego tomó un atajo directo hacia una sección que rezaba:
"EL JARDIN DEL DESCANSO"
A unas cuantas lápidas más allá reposaba él. Nathan. Reposaba en una tumba adornada de flores y con una lápida que rezaba:
AMELIA MARIA ROSEMBERG
AMADA ESPOSA Y MADRE
1977-2011
"Tu hijo y esposo nunca te olvidan"
- Aquí quiero estar cuando suceda.
Nathan se incorporó apenas para darse vuelta y quedar boca arriba, apoyado sobre la tumba de su madre como si fuera una cama.
- Dios Santo, Nate.
Becker sintió que el estómago se le retorcía de angustia.
- Doctor, Becker- dijo Nathan con voz dulce y angelical
- Dime, pequeño.
- Cree usted poder convencer a mi padre de que cuando muera pueda estar aquí, junto a mi madre.
- Pero Nate, ¿qué estás diciendo?
- Yo sé que moriré. Por eso mi papá llora todo el tiempo aunque él no se dé cuenta nunca de que yo lo veo llorar.
- ¿Por qué crees que te vas a morir? ¿De dónde sacas eso, pequeño?
- Los oí a usted y a papá.
- Nate, tú no te vas a...
- Es por eso que he estado visitándolo por mucho tiempo.
Por primera vez, desde que se encontraron en la tumba de Amelia, Nathan había mirado a los ojos al doctor Becker.
- ¿Puede usted hacerme otro favor muy grande que necesito?
- El que quieras, Nate. Y me prometes que luego de pedirme ese favor nos vamos de regreso a la clínica.
- No puedo volver, doctor Becker.
- Nate, tu padre estará muy preocupado si no regresas.
- Quiero que le diga a mi papá que cuando esté en el cielo junto a mamá, juntos lo vamos a cuidar para que nunca le pase nada malo. Para que le vaya muy bien en su trabajo y para que viva una vida feliz.
Los ojos del doctor Becker estaban anegados en lágrimas.
-Aquí me quedo, doctor. Voy a cumplir mi promesa desde ahora y con mi madre. Sólo recuerde decírselo a mi papá.
- Lo sé, mi pequeño hijo.
Una voz ronca y triste se había alzado por encima de ellos dos. Robert Schäfer los había alcanzado.
- ¡Papá!.
- Nate, por favor. Te imploro que vuelvas conmigo.
- Lo haré con una condición.
- Lo que quieras, hijo. Lo que quieras.
- Quiero que me perdones.
El señor Schäfer permaneció perplejo unos instantes antes esa extraña petición. ¿Qué podría perdonarle a un niño de ocho años?
- ¿Perdonarte? ¿qué es lo que tengo que perdonarte, hijo?
- El tener que abandonarte, papá.
Narrativa Argentina 2013
DIFUNDE EL TRABAJO LITERARIO QUE MÁS TE HAYA GUSTADO ASÍ OTROS LECTORES PODRÁN DISFRUTAR DE EL MUNDO EXTRAORDINARIO DE LA LITERATURA.
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